La criminalidad de menores y jóvenes ha dependido tradicionalmente de los presupuestos ideológicos y jurídicos que han condicionado la exigencia de responsabilidad penal en cada momento histórico.
Resulta lógico que fuera el tránsito de un derecho penal marcadamente objetivo (responsabilidad por el hecho dañoso), característico de las leyes germánicas y romanas más antiguas, a otro de carácter subjetivo (responsabilidad fundada en la causalidad psíquica), el que fijara el momento en que comienza a otorgarse relevancia penal a este hecho natural.
Un proceso que termina verificándose en la Edad Media y que tuvo como primer exponente el derecho penal romano que es el que comienza a fijar límites a la imposición del castigo penal por razón de la edad.
A partir de esos precedentes, ha sido patente la preocupación por garantizar un periodo de edad en el que fuese imposible reconocer la existencia de responsabilidad criminal, y otro durante el cual fuera indispensable excusar o atenuar los actos cometidos por esos menores. Esta idea de no considerar justiciables a los que están en la infancia se convierte en un principio general que aún rige en nuestra regulación. No sucede lo mismo con esa segunda etapa de edad en la que la decisión acerca de una posible los jueces, dependiendo de cuál sea el modelo de justicia de menores elegido en cada etapa histórica.
Ese paulatino cambio que experimenta el tratamiento de la criminalidad de menores está íntimamente vinculado a las circunstancias socio-económicas y políticas presentes en cada momento, así como a las ideas de protección, de justicia y de seguridad que van a marcar el paso de un modelo a otro hasta llegar a la situación actual. El análisis de cada uno de esos contextos en los que se desarrolla la justicia de menores resulta, sin duda, imprescindible para comprender tanto esa variable respuesta jurídica frente al menor y joven infractor, como el generalizado y progresivo endurecimiento que esa respuesta presenta en nuestros días.
Se pasa de la necesidad de adecuar la respuesta penal a la fase evolutiva del menor y joven delincuente, a la necesidad de satisfacer la idea del castigo justo para mantener la confianza de la opinión pública en la justicia de menores.
Teniendo en cuenta, como bien señala Silva Sánchez, que bajo el término “justo”, no se entiende el valor absoluto de la justicia, propio de un sistema penal clásico estricto y proporcional, sino “la estimación social concreta acerca de cuál es la sanción justa en un determinado caso”. De este modo, “la «justicia» pasa a ser el eufemismo de la necesidad psicológico-social de pena, o de venganza”.
No cabe duda, pues, que los jóvenes adultos son los grandes perdedores de la nueva evolución que está experimentado la legislación y la práctica de la justicia de menores en nuestro país.
Un derecho penal juvenil que ya no esconde sus verdaderas intenciones, acordes con el actual panorama securitario y penalizador, cuando excluye de su régimen a los jóvenes adultos y confunde e identifica sus funciones con las propias del derecho penal de adultos en su aplicación a los que aún quedan sometidos a su régimen. Cabe preguntarse, entonces, qué sentido tiene mantener una justicia de menores que cada vez más se aleja de las necesidades reales que demanda esta clase de criminalidad.
Bibliografía:
Derechos Humanos: Temas y Problemas. Instituto de Investigaciones Jurídicas
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