La Poeta Sylvia Plath, a pesar del desasosiego que la acompañó toda su vida hasta que ella misma decidió quitársela, es un ejemplo para todos los profesionales, no solo para los escritores, persiguió siempre la perfección y quizá fue en esa búsqueda en que la incertidumbre y el sufrimiento la alcanzaron, lo que no le impidió convertirse en una de las mejores poetas de la segunda mitad del siglo XX. Sus obras más relevantes, probablemente son Ariel y Tres mujeres.
En la Novela “La campana de cristal”, Plath se personifica ella misma, dejando saber a sus lectores esa vida tan complicada, llena de miedos e inseguridad que cargaba sobre sus frágiles hombros. Desde muy joven quiso morir, sin embargo falló, sería el destino probablemente. Dicen que sin sufrimiento, ni dolor, no hay Poetas, puede que sea verdad, tal vez por ello es que Plath escribió con sutileza su dolor, seguramente cada verso contiene un pedazo de su destrozada alma, que buscaba ser perfecta en la tierra de los imperfectos.
La vida es un sueño, pero a veces los sueños se convierten en pesadillas, de las que nos urge despertar, así un once de febrero de 1963, con apenas treinta y un años, decide poner fin a un camino que ella consideró lleno de piedras cruentas, que transitó con orgullo, dedicación, pero le faltó esperanza y fortaleza. Joven como todos los inmortales, nos dejó un legado poético admirable, vivió y murió entre las letras de un poema que nació para nunca morir.
El Poeta Nicaragüense Francisco Ruiz Udiel (q.e.p.d), escribió el poema “Cada cuatro años nace una Poeta Suicida, dedicado a Plath y otras escritoras:
A Sexton, Plath y Pizarnik
Nacidas en 1928, 1932 y 1936
Cada cuatro años la muerte
abre la llave del gas de una cocina,
se fuma un cigarrillo en el sofá y espera.
Otras veces enciende el motor de un automóvil
dentro del garaje
y canta Chair in the Sky,
un poco de jazz no despertará
a las muñecas recién maquilladas, piensa.
Cada cuatro años la muerte toma
anfetaminas para adelgazar,
pero se le pasa un poco la mano
y ya no despierta.
No se pone triste, ni alegre, ni neurótica, no.
pero cada cuatro años
la muerte amanece lúgubre
y observa la tarde roja
desde una ventana.
Alguien trata de invocarme, dice,
y cierra amargamente los ojos.
A mí me da pesar, no sé,
es como si ella quisiera decirnos
o contarnos algo desde su delgado rostro blanco,
como si estuviera cansada de estrangular mujeres.
Yo la conozco muy poco,
pero me consta aborrece
su funéreo oficio.
Últimamente la han visto respirar
cierto aire suicida.
Cada cuatro años a la muerte
se le irritan los ojos,
sabemos que ha llorado, lo sabemos,
pero callamos,
sabemos también que busca algún vientre
y como ella no tiene el privilegio
de la carne materna
aferra entonces sus fríos y delgados dedos
en el primer ombligo que encuentra.
Por eso cada cuatro años algunas niñas
ya vienen muertas.
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